Observatorio de comunicación, cultura y sociedad. Bibliografía 5°2°

Observatorio de Comunicación, cultura y sociedad.
Prof. Pablo Castro.
Cuento: El prodigioso miligramo.
Autor: Juan José Arreola
El prodigioso miligramo.
Una hormiga censurada por la sutileza de sus cargas y por sus frecuentes
distracciones, encontró una mañana, al desviarse nuevamente del camino, un
prodigioso miligramo.
Sin detenerse a meditar en las consecuencias del hallazgo, cogió el miligramo y
se lo puso a la espalda. Comprobó con alegría que era una carga justa para ella. El
peso ideal de aquel objeto daba a su cuerpo extraña energía; como el peso de las
alas en el cuerpo de los pájaros. En realidad, una de las causas que anticipan la
muerte de las hormigas es la ambiciosa desconsideración de sus propias fuerzas.
Después de entregar en el depósito de cereales un grano de maíz, la hormiga que lo
ha conducido a través de un kilómetro apenas tiene fuerzas para arrastrar al
cementerio su propio cadáver.
La hormiga del hallazgo ignoraba su fortuna, pero sus pasos demostraron la
prisa ansiosa del que huye llevando su tesoro. Un vago y saludable sentimiento de
reivindicación comenzaba a henchir su espíritu. Después de un larguísimo rodeo,
hecho con alegre propósito, se unió al hilo de sus compañeras que regresaban
todas, al caer la tarde, con la carga solicitada ese día: pequeños fragmentos de hoja
de lechuga cuidadosamente recortados. El camino de las hormigas formaba una
delgada y confusa crestería de diminuto verdor. Era imposible engañar a nadie; el
miligramo desentonaba violentamente en aquella perfecta uniformidad.
Ya en el hormiguero, las cosas empezaron a agravarse. Las guardianas de la
puerta, y las inspectoras situadas en todas las galerías, fueron poniendo objeciones
cada vez más serías al extraño cargamento. Las palabras "miligramo" y "prodigioso"
sonaron aisladamente, aquí y allá, en labios de algunas entendidas. Hasta que la
inspectora en jefe, sentada con gravedad ante una mesa imponente, se atrevió a
unirlas diciendo con sorna a la hormiga confundida: "Probablemente nos ha traído
usted un prodigioso miligramo. La felicito de todo corazón, pero mi deber es dar
parte a la policía".
Los funcionarios del orden público son las personas menos indicadas para
resolver cuestiones de prodigios y de prodigiosos miligramos. Ante aquel caso
imprevisto por el código penal procedieron con apego a las ordenanzas comunes y
corrientes, confiscando el miligramo con hormiga y todo. Como los antecedentes de
la acusada eran pésimos se juzgó que un proceso era de trámite legal. Y las
autoridades competentes se hicieron cargo del asunto.
La lentitud habitual de los procedimientos habituales iba en desacuerdo con la
ansiedad de la hormiga, cuya extraña conducta la indispuso hasta con sus propios
abogados. Obedeciendo al dictado de convicciones cada vez mas profundas,
respondía con altivez a todas las preguntas que se le hacían. Propagó el rumor de
que se cometían en su caso gravísimas injusticias, y anunció que muy pronto sus
enemigos tendrían que reconocer forzosamente la importancia del hallazgo. Tales
propósitos atrajeron sobre ella todas las sensaciones existentes. En el colmo del
orgullo dijo que lamentaba formar parte de un hormiguero tan imbécil. Al oír
semejantes palabras el fiscal pidió con voz estentórea la sentencia de muerte.
Esa circunstancia vino a salvarla el informe de un célebre alienista, que puso en
claro su desequilibrio mental. Por las noches, en vez de dormir la prisionera se
ponía a darle vueltas a su miligramo, lo pulía ampliamente y pasaba largas horas
en una especie de éxtasis contemplativo. Durante el día lo llevaba a cuestas, de un
lado a otro en el estrecho y oscuro calabozo. Se acercó al fin de su vida presa de
terrible agitación. Tanto que la enfermera de guardia pidió tres veces que se le
cambiara de celda. La celda era cada vez más grande pero la agitación de la
hormiga aumentaba con el espacio disponible. No hizo el menor caso a las curiosas
que iban a contemplar en número creciente, el espectáculo de su desordenada
agonía.
Dejó de comer, se negó a recibir a los periodistas y guardó un mutismo absoluto.
Las autoridades superiores decidieron trasladar a un manicomio a la hormiga
enloquecida. Pero las decisiones oficiales adolecen siempre de lentitud.
Un día al amanecer la carcelera halló quieta la celda, llena de un extraño
resplandor. El prodigioso miligramo brillaba en el suelo, como un diamante
inflamado de luz propia. Cerca de el yacía la hormiga heroica, patas arriba,
consumida y trasparente.
La noticia de su muerte y la virtud prodigiosa del miligramo se derramaron como
inundación por todas las galerías. Caravanas de visitantes recorrían la celda,
improvisaban en capilla ardiente. Las hormigas se daban contra el suelo en su
desesperación. De sus ojos deslumbrados por la visión del miligramo corrían
lágrimas en tal abundancia que la organización de los funerales se vio complicada
por el problema del drenaje. A falta de ofrendas florales suficientes, las hormigas
saqueaban los depósitos para cubrir el cadáver de la víctima con alimentos.
El hormiguero vivió días indescriptibles, mezcla de admiración, de orgullo y de
dolor. Se organizaron exequias suntuosas, colmadas de bailes y banquetes.
Rápidamente se inició la construcción de un santuario para el miligramo, y la
hormiga incomprendida y asesinada obtuvo el honor de un mausoleo. Las
autoridades fueron depuestas y acusadas de inepcia.
A duras penas logró funcionar podo después un consejo de ancianas que puso
término a la prolongada etapa de orgiásticos honores. La vida volvió a su curso
normal gracias a innumerables fusilamientos. Las ancianas más sagaces derivaron
entonces la corriente de admiración devota que despertó el miligramo a una forma
cada vez más rígida de religión oficial. Se nombraron guardianas y oficiantes. En
torno al santuario fue surgiendo un círculo de grandes edificios, y una extensa
burocracia comenzó a ocuparlos en rigurosa jerarquía. La capacidad del floreciente
hormiguero se vio seriamente comprometida.
Lo peor de todo fue que el desorden, expulsado de la superficie, prosperaba con
vida inquietante y subterránea. Aparentemente el hormiguero vivía tranquilo y
compacto, dedicado al trabajo y al culto, pese al gran número de funcionarias que
se pasaban la vida desempeñando tareas cada vez menos estimables. Es imposible
saber cual hormiga albergo en su mente los primeros pensamientos funestos. Tal
vez fueron muchas las que pensaron al mismo tiempo, cayendo en la tentación.
En todo caso se trataba de hormigas ambiciosas y ofuscadas que consideraron
blasfema la humilde condición de la hormiga descubridora. Entrevieron la
posibilidad de que todos los homenajes tributados a la gloriosa difunta les fueran
discernidos a ellas en vida. Empezaron a tomar actitudes sospechosas. Divagadas y
melancólicas se extraviaban adrede del camino y volvían al hormiguero con las
manos vacías. Contestaban a las sospechosas sin disimular su arrogancia;
Frecuentemente se hacían pasar por enfermas y anunciaban para muy pronto un
hallazgo sensacional. Y las propias autoridades no podían evitar que una de
aquellas lunáticas llegara el día menos pensado con un prodigio sobre sus
espaldas.
Las hormigas comprometidas obraban en secreto, y digámoslo así por cuenta
propia. De haber sido posible un interrogatorio general, las autoridades habrían
llegado a la conclusión de que un cincuenta porciento de las hormigas, en lugar de
preocuparse por sus mezquinos cereales y frágiles hortalizas, tenían los ojos
puestos en la sustancia incorruptible del miligramo.
Un día ocurrió lo que debía ocurrir. Como si se hubieran puesto de acuerdo, seis
hormigas comunes y corrientes, que parecían de las más normales, llevaron al
hormiguero, con sendos objetos extraños que hicieron pasar, ante la general
expectación, por miligramos de prodigio. Naturalmente no obtuvieron los honores
que esperaban, pero fueron exoneradas ese mismo día de todo servicio. En una
ceremonia casi privada, se les otorgo el derecho a disfrutar de una renta vitalicia.
A cerca de los seis miligramos fue imposible decir nada en concreto. El recuerdo
de la imprudencia anterior apartó a las autoridades de todo propósito judicial. Las
ancianas se lavaron las manos en consejo, y dieron a la población la más amplia
libertad de juicio. Los supuestos miligramos se ofrecieron a la admiración pública
en las vitrinas de un modesto recinto y todas las hormigas opinaron según su leal
saber y entender.
Esta debilidad por parte de las autoridades, sumada al silencio culpable de la
crítica, precipitó la ruina del hormiguero. De allí en adelante toda hormiga agotada
por el trabajo o tentada por la pereza, podía reducir sus ambiciones de gloria a los
límites de una pensión vitalicia, libre de obligaciones serviles. Y el hormiguero
empezó a llenarse de falsos miligramos.
En vano algunas hormigas viejas y sensatas recomendaron medidas
precautorias, tales como el uso de la balanza y la confrontación minuciosa de cada
nuevo miligramo con el modelo original. Nadie les hizo caso. Sus proposiciones, que
ni siquiera fueron discutidas en asamblea, hallaron punto final en las palabras de
una hormiga flaca y descolorida que proclamo abiertamente y en voz alta sus
opiniones personales. Según la irreverente el famoso miligramo original, por mas
prodigioso que fuera, no tenía por que sentar un precedente de calidad. Lo
prodigioso no podía ser impuesto en ningún caso como una condición forzosa a los
nuevos miligramos encontrados.
El poco de circunspección que les quedaba a las hormigas desapareció en un
momento. En adelante las autoridades fueron incapaces de reducir o tasar la cuota
de objetos que el hormiguero podía recibir diariamente bajo el título de
miligramos. Se negó cualquier derecho de veto, y ni siquiera lograron que cada
hormiga cumpliera con sus obligaciones. Todas quisieron eludir su condición de
trabajadoras, mediante la búsqueda de miligramos.
El depósito para esta clase de artículos llegó a ocupar las dos terceras partes del
hormiguero, sin contar las colecciones particulares, algunas de ellas famosas por la
valía de sus piezas. Respecto a los miligramos comunes y corrientes, descendió
tanto su precio que en los días de mayor afluencia se podían obtener a cambio de
una bicoca. No puede negarse que de cuando en cuando llegaban al hormiguero
algunos ejemplares estimables. Pero corrían la suerte de las peores bagatelas.
Legiones de aficionadas se dedicaron a exaltar el mérito de los miligramos de más
baja calidad, generando así un general desconcierto.
En su desesperación de no hallar miligramos auténticos, muchas hormigas
acarreaban verdaderas obscenidades e inmundicias. Galerías enteras fueron
clausuradas por razones de salubridad. El ejemplo de una hormiga extravagante
hallaba al día siguiente millares de imitadoras. A costa de grandes esfuerzos y
empleando todas sus reservas de sentido común, las ancianas del consejo seguían
llamándose autoridades y hacían vagos ademanes de gobierno.
Las burócratas y las responsables del culto, no contentas con su holgada
situación, abandonaron el templo y las oficinas para echarse a la búsqueda de
miligramos, tratando de aumentar gajes y honores. La policía dejó prácticamente de
existir, y los motines y las revoluciones eran cotidianos. Bandas de asaltantes
profesionales aguardaban en las cercanías del hormiguero para despojar a las
afortunadas que volvían con un miligramo valioso. Coleccionistas resentidas
denunciaban a sus rivales y promovían largos juicios buscando la venganza del
cateo y la expropiación. Las disputas dentro de las galerías degeneraban fácilmente
en riñas, y estas en asesinatos... El índice de mortalidad alcanzó una cifra
pavorosa. Los nacimientos disminuyeron de manera alarmante y las creaturas por
falta de atención adecuada, morían por centenares.
El santuario que custodiaba el miligramo verdadero se convirtió en tumba
olvidada. Las hormigas ocupadas en la discusión de los hallazgos más
escandalosos, ni siquiera acudían a visitarlo. De vez en cuando las devotas
rezagadas llamaban la atención de las autoridades sobre su estado de ruina y
abandono. Lo más que conseguían era un poco de limpieza. Media docena de
irrespetuosas barrenderas daban unos cuantos escobazos, mientras decrépitas
ancianas pronunciaban largos discursos y cubrían la tumba de la hormiga con
deplorables ofrendas hechas de casi puros desperdicios.
Sepultado entre nubarrones de desorden, el prodigioso miligramo brillaba en el
olvido. Llego incluso a circular la especie escandalosa de que había sido robado por
manos sacrílegas.
Una copia de mala calidad suplantaba al miligramo auténtico, que pertenecía ya
ala colección de una hormiga criminal, enriquecida en el comercio de miligramos.
Rumores sin fundamento, pero nadie se inquietaba ni se conmovía; nadie llevaba a
cabo una investigación que les pusiera fin. Y las ancianas del consejo cada día más
débiles y achacosas, se cruzaban de brazos ante el desastre inminente.
El invierno se acercaba, y la amenaza de muerte detuvo el delirio de las
imprevisoras hormigas. Ante la crisis alimenticia, las autoridades decidieron
ofrecer en venta un gran lote de miligramos a una comunidad vecina, compuesta de
acaudaladas hormigas, todo lo que consiguieron fue deshacerse de unas cuantas
piezas de verdadero mérito, por un puñado de hortalizas y cereales. Pero se les hizo
una oferta de alimentos suficientes para todo el invierno, a cambio del miligramo
original.
El hormiguero en bancarrota se aferró a su miligramo como tabla de salvación.
Después de interminables conferencias y discusiones, cuando ya el hambre
mermaba el número de las supervivientes en beneficio de las hormigas ricas, éstas
abrieron las puertas de su casa a las dueñas del prodigio. Contrajeron la obligación
de alimentarlas hasta el fin de sus días exentas de todo servicio. Al ocurrir la
muerte de la última hormiga extranjera pasaría a ser propiedad de las
compradoras.
¿Hay que decir lo que ocurrió poco después en el nuevo hormiguero? Las
huéspedes difundieron allí el germen de su contagiosa idolatría,
Actualmente las hormigas afrentan una crisis universal. Olvidados de sus
costumbres, tradicionalmente practicas y utilitarias, se entregan en todas partes a
una desenfrenada búsqueda de miligramos. Comen fuera del hormiguero, y solo
almacenan sutiles y deslumbrantes objetos. Tal vez muy pronto desaparezcan como
especie zoológica y solamente nos quedará, encerrado en dos o tres fábulas
ineficaces, el recuerdo de sus antiguas virtudes.

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